El día de su octogésimo cumpleaños, Lady L. está sentada junto a uno de los ventanales de su castillo inglés. El velador está lleno de telegramas y de mensajes, muchos de los cuales proceden del palacio de Buckingham. Se daba cuenta de que no era más que una «vieja dama adorable», sí, después de tantos años perdidos en ser una dama, ahora se veía obligada a ser una vieja dama, por añadidura. «Se nota todavía que debía de ser muy hermosa...» Desde que había empezado a percibir este murmullo insidioso, tenía que esforzarse por no soltar cierta palabra muy francesa que pugnaba por escapar de sus labios, y fingía no haberlo oído.
No había sido menos célebre por su carácter que por su belleza, una ironía que no le andaba a la zaga, que daba en el blanco sin herir, con la elegancia de los maestros de armas que sabían recalcar su superioridad sin humillar.
Con la mirada perdida en su pabellón de caza, Lady L., que tras cincuenta años en Inglaterra aún piensa en francés, recuerda una historia: mientras el mundo asiste convulso a los últimos estertores del siglo XIX, Anette, una joven prostituta parisiense, conoce al más famoso y perseguido activista anarquista de la Europa de la época. Su encuentro no solo supondrá el despertar de una historia de amor desgarrada y trágica, sino también el comienzo de una nueva vida para Anette, quien con el tiempo se convertirá en una admirada y respetada aristócrata y hará de la impostura un arte.
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